Las cantinas de los clubes de barrio

Concepción es rica en clubes de todo tipo. En cada barrio siempre hay uno o dos. Punto de encuentro de laburantes y vecinos y testigos fieles de la vida más allá del centro.

La Cantina del Tío Rosen era el mundo. Para nosotros, gurises que vivíamos en el club, que era casi una extensión del patio de nuestra casa, esa cantina era un mundo. Y era un mundo de adultos, porque se vendían cigarrillos que se enjaulaban en esas cigarrerras de madera de mil huequitos rectangulares, alguna que otra mujer en bikini y la heladera que enfriaba el aperitivo del mediodía y el de la noche. Esa belleza de heladera de ocho puertas de madera.

La cantina de Rosendo Leturia (de él se trata. Y de todos nosotros) era una de las tantas vidas que tenía División primero y Parque Sur después. Era el centro de casi todo un barrio y era casi todo porque Racing, a la vuelta, también tenía la suya, con sus “puntos”, su cancha de bocha y las mesas de mus.

Pero volvamos a la Cantina del Tío Rosen. Era un cuadrado pequeño, con la heladera ocupando casi todo, la piletita para lavar las copas, el mostrador en redondo. Y la ventana grande hacia el salón, donde los socios y el sabalaje apoyaban el codo y, despacito haciendo sonar el “culo” del vaso, pedía otra antes de irse con la patrona. A veces la engañaban con el sanguche de mortadela y queso o de jamón cocido y queso que se armaban con toda una ceremonia, casi un ritual en años en los que el tiempo parecía ir más lento.
Tipo seis de la tarde, ese otro duende de nuestra ciudad que fue Carlitos Schiavo enfilaba para el club desde la despensa de La Titi, que le armaba el paquete con el fiambre, paso por la panadería Díaz (al lado) para la bolsa del pan, Calderón hasta Artigas y dos cuadras para el sur hasta el club. Cuando Carlitos llegaba el Tío Rosen ya estaba cargando la heladera, aprontando todo para la noche. A Carlitos le quedaba solo la tarea de cargar, en las dos puertas de abajo, con “cocacolita” mientras ya se bajaba una para cobrarse el mandado.

Las paredes de ese lugar mágico y hasta misterioso para la mirada de los gurises estaban repletas de fotos, de recuerdos. El banderín que había perdido el color amarillo con el equipo de los japoneses con nombres picantes, algunas fotos de Boca, de San Lorenzo, la página del Gráfico con el Huguito Meriano saltando en Bolivia y otras que no recuerdo. Esas paredes te respondían todo lo que gustaban en esos lados, en esos tiempos, eran como un pedazo de cada uno de los parroquianos que frecuentaban el lugar, eran de una belleza popular, casi quieta, como detenida en el tiempo que hasta emociona cuando uno hoy la recuerda, porque esa cantina fue la vida de un barrio, con sus alcoholes, sus carambolas, sus bochas, sus nostalgias de tiempos que fueron y de los que vendrán. Era la vida que podía pintar un tango o algún tema de Manal. No se por qué, siempre me recordó a esa línea de Avellaneda Blues “Hoy, llovió. Y todavía está nublado”.

El Tío Rosen cuidaba los naipes que los jugadores destrozaban sin piedad en el truco, el mus o el chinchón, en esa gran mesa redonda que estaba a metros de la cantina, con las mesitas chiquitas para apoyar la copa. Pero lo que más cuidaba, y pocos le respondían, eran los tacos de billar y las tizas, esas cuadras y azules que se pasan por las puntas para no pifiar. Y la mesa, ese gran paño verde, bello, majestuoso, cubriendo un gran mármol, con barandas de goma que se mantenían desafiando los golpes y el paso del tiempo. Y debajo de esa mesa las iniciales CADRU en el piso, recordando al Club Atlético División Río Uruguay, una de las patas del actual Parque Sur.

Pero además, esa cantina era el punto de reunión para los bochoflilos, porque apenas cinco metros la separaba de la vieja y querida cancha, a la que tantas veces les pasamos el “rolo” y la bolsa de arpillera para que quede lisa. Esa era la Cantina del Tio Rosen que las nuevas generaciones hoy bautizaron a la que armaron donde estaba la cancha de básquet de División, sobre Artigas, esas de baldosas azules que hace poco fueron cambiadas por adoquines modernos, fríos, grises, prolijos. Pero los jóvenes que bautizaron esa cantina “del Tío Rosen” bajo el techo de estrellas supieron ponerle calor, recuperar una parte de la historia del club, de gentes sencillas, laburantes, chusmas (algunos como debe ser) y solidarios, del Angelo, de don Isaías, del Mini, de todos.

Esa cantina, la original, es un espejo de las cantinas de los clubes de nuestra ciudad, porque en cada barrio, la gente se repite con sus amores por el club y dejan su vida en ellos. Son parte de una identidad barrial, de una gran familia, de perros que se encariñan con nosotros y nosotros con ellos. De todos. Esas cantinas resistieron hasta el recuerdo para servirnos otra copa de una ginebra áspera, en esos vasos con ranuritas y culones, que te robaban la mitad del brebaje pero te calentaban el alma al sentirte rodeado de los tuyos.

(Por Gerardo Pipo Iglesias).